19 octubre 2006

'S Wonderful



“No sabe actuar, no sabe cantar, calvo. Baila un poquito”.

Esa es la evaluación que, según la leyenda, mereció su primera prueba de cámara para la RKO. El autor de dicho informe no pasará a la posteridad por su ojo clínico, desde luego, porque aquel tipejo larguirucho, calvo, incapaz de actuar, de cantar y con sólo unas “exiguas dotes” como bailarín terminó convirtiéndose en “the greatest dancer in the world” según palabras del muy reputado George Balanchine, que algo sabía del tema.

Fred Astaire empezó como un chaval acompañando a su hermana Adele en el teatro de vaudeville y, más tarde, en Broadway donde se convirtieron en la gran sensación como pareja de baile. Del escenario al celuloide solo había un paso, de baile obviamente, y en apenas dos años desde su debut todo el mundo se maravillaba de la elegancia con la que manejaba sus zapatos de claqué.

Todos le recordamos en sus películas con Ginger Rogers, sin embargo, Fred Astaire actuó en 30 musicales y sólo 10 de ellos con ella. De todas sus parejas de baile, parece que con la que más a gusto trabajó fue con Rita Hayworth.

Sombrero de copa, chaqué, zapatos relucientes… es difícil imaginar a Fred Astaire de otra manera y durante años su forma de vestir fuera de las pantallas marcó estilo siendo responsable de toda una serie de creaciones de moda que trataban de recrear el “toque Astaire”.

Fred Astaire era tímido, muy tímido, se ponía nerviosísimo en público y lo pasaba fatal cuando tenía que bailar delante de extraños en cualquier acontecimiento social. Su hija Ava asegura que el peor recuerdo de su vida es su noche de debutante. En estas ceremonias de presentación de jovencitas de alta sociedad es habitual iniciar la velada con los padres sacando a bailar a sus hijas. Aquella noche, obviamente, todas las miradas estaban fijas en Ava y Fred Astaire que, al parecer, se puso tan nervioso que no dejó de tropezar y pisar a su hija hasta que terminó el vals.

En privado, sin embargo, no tenía tantos problemas para bailar y cualquier elemento servía para sus improvisadas coreografías, como bien atestigua David Niven, que se lo encontró una tarde en su casa con la música a todo meter, bailando entre sus muebles con su mujer (la de Niven) y usando sus palos de golf como si fueran espadas de una improvisada lucha.

Después del baile, la gran pasión de Fred Astaire eran los caballos, pasión que compartía con su mujer Phyllis y que le llevó a crear de la nada una cuadra de caballos de competición que lo ganó prácticamente todo.

Tal era su pasión por sus caballos que, este hombre conocido por su modestia, y su afán por una vida tranquila y lejos del barullo de fiestas y publicidad gratuita de Hollywood cometió su única locura (reconocida) una noche en que, poseído por no se sabe qué fiebre extraña, se levantó en mitad de la madrugada y pintó todos los buzones de Beverly Hills con los colores de su cuadra. “No sé qué demonios me pasó” aseguraría después, divertido.

De su sistema de trabajo se sabe todo, que ensayaba inmisericorde durante meses antes de filmar las escenas de baile, que hacía un par de pruebas para que los técnicos (iluminación y sonido) y el cámara pudieran preparar la escena y que, por lo general, lo clavaba a la primera aunque el perfeccionista que llevaba dentro siempre pedía tomas y más tomas.
Los días que rodaba grandes números de baile sus compañeros del estudio se daban tortas para poder asistir y ser testigos en directo de la magia de Fred Astaire.

Él fue el que estableció que la cámara se quedara lo más quieta posible mientras filmaba los números de baile “o baila la cámara o bailo yo” y se empeñaba en que, en la medida de lo posible, se les viera de cuerpo entero mientras ejecutaban la coreografía, nada de planos cortos, nada de detalles de los zapatos taconeando o de los rostros sonriendo, que se viera el número, en definitiva, en toda su gloria.

A este señor que “bailaba un poquito”, el baile le acompañó hasta los últimos días de su vida porque, aunque su último músical lo rodara en 1968, nunca dejó de practicar.

Cuando los años empezaron a cansarle el cuerpo le dio por bailar e inventar coreografías con el monopatín de su nieto hasta que sus hijos se lo confiscaron cuando se rompió la muñeca en una caída. El incidente saltó a los periódicos y la National Skateboard Society aprovechó para nombrarle miembro vitalicio. Tenía entonces 78 años.

Pero ni entonces perdió Astaire el buen humor: “Gene Kelly me advirtió que no hiciera el tonto, pero he visto las cosas que hacen los chavales en televisión, todos esos trucos. ¡Las coreografías que podría haber hecho para mis películas si (los monopatines) hubieran existido hace unos cuantos años!”.

One can only imagine, Mr. Astaire.

Etiquetas:

12 octubre 2006

PAMPLINAS (y olé)



Pamplina: (Del lat. Papaverina, y este de papaver, amapola)

3. f. coloq. Dicho o cosa de poca entidad, fundamento o utilidad. U. m. en pl. ¡Con buenas pamplinas me vienes!

4. f. coloq. Manifestación poco sincera que pretende halagar a alguien o congraciarse con él. U. m. en pl. No intentes engañarme con tus pamplinas.

Pamplinas es el nombre que se le dio en España a un personajillo del cine de los años 20, muy popular en aquella época, famoso por sus espectaculares caídas, trompazos y gags físicos y por no sonreír jamás.

Su nombre era Buster Keaton y forma, junto a Charles Chaplin y Harold Lloyd la gran tríada de cómicos de la era muda. Tres genios curtidos en el teatro del vodevil y con un instinto único para arrancar la risa de las situaciones más cotidianas.

Buster Keaton empezó en eso de la comedia a la edad de un añito como parte del show de sus padres, cómicos ellos. Y no es que sus progenitores estuvieran deseando enseñar los trucos de la profesión a su primogénito, ni mucho menos, pero al parecer Keaton estaba tan ansioso por imitar a sus padres que en el momento en que empezó a moverse por sí mismo (gatear) todo su afán fue salir al escenario.

Al final sus padres consideraron que era más seguro tenerlo por allí danzando, donde podían verlo y tenerlo controlado, que dejarlo en el camerino o entre bambalinas.
Y así empezó su carrera como “la bayeta humana”. Su padre lo usaba en uno de los números como si fuera una escoba para limpiar el suelo del escenario, lo lanzaba, lo meneaba, lo sacudía… y Buster encantado, para él era sólo un juego, controlaba su cuerpo, había aprendido a caer y sabía qué músculos relajar y cuáles contraer para no hacerse daño. Su número tenía tal fama de violento y salvaje, que ciudad grande en la que aterrizaban, ciudad en la que la asociación de defensa del menor de turno intentaba prohibirlo alegando maltrato físico, pero jamás le encontraron un solo cardenal con el que apoyar sus argumentos.

Al cine llegó de la mano del que por entonces era el rey de los cortos cómicos: “Fatty” Arbuckle, con él se convirtió en el mayor especialista en lanzamientos de tartas y de él aprendió todo lo que tenía que aprender sobre el medio que le daría fama mundial.

Hace un par de posts os contaba cómo Jerry Lewis y Dean Martin colapsaron el tráfico del centro de Nueva York con aquella actuación en una escalera de incendios del Paramount Theatre. Por muy impresionante que sea la hazaña, que lo fue, Jerry y Dean no fueron los primeros en lograr. 21 años antes lo hizo Buster Keaton y sin proponérselo en absoluto.

Se encontraba en Nueva York para empezar el rodaje de su primera película para la MGM, "El Cameraman". Thalberg, productor del estudio, se había empeñado en que rodaran los exteriores de la historia en localizaciones reales en lugar de decorados. A Keaton no le ilusionaba mucho la idea porque siempre había trabajado en estudio donde podía controlar por completo el entorno pero no le quedó más remedio que ceder y para allá que se fueron.

Como lo único que necesitaban era unas cuantas tomas de su personaje caminando por distintas calles de la ciudad, decidieron rodar de incógnito, con las cámaras escondidas en el interior de una limusina grabando a través de las ventanillas posteriores.

Y allí estaba Buster Keaton, en la confluencia de la Quinta Avenida con la Calle 23, convertido en un pobre fotógrafo que trata de cruzar la calle con su trípode y su cámara de placas al hombro cuando, de repente, oye un estentóreo “¡Eh, Keaton!” y comprueba horrorizado que el del grito es nada menos que el conductor de un tranvía que para saludarle ha detenido el vehículo en plena intersección y que, de paso, ha alertado de su identidad a todos sus pasajeros y a un buen número de transeúntes que rodean al actor en cuestión de segundos.
Para cuando el resto de su equipo quiso reaccionar y sacarlo de allí, Keaton había desaparecido en medio de una auténtica multitud y el barullo era tal que ni autobuses ni vehículos privados podían avanzar. Los tranvías, tanto de la línea este-oeste como de la línea norte-sur en Broadway empezaron a detenerse incapaces de continuar con sus rutas hasta formar sendas hileras en unas tres manzanas a la redonda.

Un gran baño de multitudes que, sin duda, le preparó para lo que le esperaba un par de años más tarde.
Nada más hacer su primera película sonora, Búster Keaton se tomó unas largas vacaciones que aprovechó para recorrer Europa. El último de sus destinos fue España. Aquí se reunió con el actor Gilbert Roland, mejicano de origen e hijo de torero. Lo primero que hicieron nada más llegar a San Sebastián fue, por supuesto, acudir a una corrida de toros. Al poco de sentarse, un murmullo empezó a recorrer la plaza entera, murmullo que se fue convirtiendo en un auténtico rugido con el que todos los espectadores coreaban un solo nombre ¡¡PAMPLINAS!! Decir que Keaton flipó es quedarse corto. Pero lo mejor todavía estaba por llegar. Días más tarde, en Toledo, Keaton y Roland acudieron a otra corrida, para entonces el actor ya estaba acostumbrado a tener que levantarse y saludar a una afición que coreaba su nombre nada más verle y ya había recibido más de un brindis por parte de los toreros, lo que no se esperaba era lo que ocurrió al final de la tarde.
La corrida resultó malísima, los toros eran seis mulas y los toreros estuvieron espantosos, para cuando el arrastre se llevó al sexto toro los aficionados rugían de indignación y en ese momento se abalanzaron todos a una sobre Buster Keaton. El shock debíó de ser de libro, en un país que no conoces, con un idioma que no hablas y de repente miles de ciudadanos furibundos se lanzan encima de ti gritando consignas que no puedes descifrar.

Los miles de ciudadanos furibundos solamente querían ventilar su frustración con los “pincha-uvas” que habían actuado aquella tarde y, ya que no ninguno de ellos merecía salir por la puerta grande, los toledanos decidieron que saliera Pamplinas. Y a hombros lo sacaron de la plaza de toros de Toledo y a hombros lo llevaron hasta depositarlo, sano, salvo y bastante aliviado, en la puerta de su hotel.

¿Pamplinas? ¡¡Torero!!

Etiquetas:

06 octubre 2006

¿Con o sin?


El “Pianista en un Burdel” ha hecho que me pusiera a recordar anécdotas relacionadas con Howard Hawks. Howard Hawks es un director que saldrá a relucir bastante a menudo en este blog, por diversos motivos. En primer lugar porque es, sin lugar a dudas, uno de mis cinco directores favoritos de todos los tiempos (y de todos ellos, el único que no fue, estrictamente hablando, guionista), en segundo lugar, porque se codeó con un gran número de personajes y personajillos pintorescos en todo tipo de situaciones rocambolescas y en tercer lugar porque fardaba de ello y era muy dado a contar y exagerar batallitas y de eso, en gran medida, es de lo que se nutre este blog.

El caso es que allá por 1935 Howard Hawks recibió una oferta de ésas que no se pueden rechazar. Samuel Goldwyn, le ofreció 60 mil dólares (el doble de su caché habitual) para dirigir un proyecto que llevaba rondando demasiados meses por su estudio y que le estaba costando un fortunón antes incluso de tener un guión aprobado.

Se trataba de la adaptación de “The Barbary Coast: An informal history of the San Francisco Underworld”, libro escrito por Herbert Asbury –autor de “The Gangs of New York”-

Hawks, aceptó el reto, llamó a sus amigos Ben Hetch y Charles MacArthur para que le echaran un cable con el guión y se dispuso a rodar la película.

A los protagonistas –Joel McCrea y Miriam Hopkins- se los impuso Goldwyn, que para eso acababa de firmar contrato con ambos pero a la hora de asignar actores al resto de personajes Hawks tuvo algo más de voto. Consiguió que la Warner Brothers le prestara a Edward G. Robinson e incluso dio el que sería su segundo papel con diálogo a David Niven. El primero fue en Without Regret y su gran parrafada: “Goodbye, my dear”. En esta ocasión interpretaba a un marinero cockney borracho. Tal y como recuerda David Niven en sus memorias, su actuación consistía en soltar un convencido: “¡está bien, me voy!” para, a continuación, ser arrojado por la ventana del burdel al lodo de la calle y ser pisoteado por los protagonistas, 200 milicianos y un puñado de burros.

Sin embargo, no es esta deslumbrante aparición de David Niven lo que hace especial a Barbaby Coast, no.

Barbary Coast pasará a la historia del cine por ser la primera de las seis fructíferas colaboraciones entre Howard Hawks y Walter Brennan y por marcar el inicio de la brillante carrera del actor.
Walter Brennan, que por entonces tenía unos 40 años pero aparentaba unos 15 más, se había arruinado años antes en uno esos extraños giros que da el mercado inmobiliario estadounidense y que convierte a los millonarios en prácticamente mendigos de la noche a la mañana. Desde entonces sobrevivía haciendo pequeños papelitos y trabajando de extra. A alguien del departamento de producción se le ocurrió que podría servir para uno de los papeles secundarios y se lo envió a Hawks para que hiciera una prueba de cámara.

Vestido de época, mal afeitado, con pinta de ir a descuajeringarse con el siguiente paso que diera, Brennan se presentó ante Haws para su prueba.

- Muy bien, ya sabe lo que tiene que hacer, lea sus líneas… ordenó Hawks con profesionalidad.

- ¿Con o sin? Preguntó Brennan, deseoso de complacer

- ¿Con o sin… qué?

- Con o sin... dientes

Brennan había perdido casi toda su dentadura en un accidente pocos años antes y se quitaba y ponía la postiza a placer según lo requiriera el guión. En esta ocasión, su interpretación “sin” encantó a Hawks, que fue alargando y alargando su papelito de los tres días de trabajo iniciales hasta completar seis semanas de rodaje.

Esta fue la primera de las colaboraciones de Howard Hawks y Walter Brennan, la siguiente: “Come and get it”, tan sólo un año después, le valió a Brennan su primer Oscar (el primero que se entregó en la categoría de actor secundario) y le puso en camino para conseguir el récord de ganar tres Oscars en tan sólo seis años, el primer actor en alcanzar semejante número y, hasta el momento, el único en la categoría de actor secundario.

Y todo, por una inversión que se fue al carajo y un guarrazo que le dejó sin piños. Para que luego digan que la vida no da unas vueltas muy tontas.

Etiquetas:

05 octubre 2006

"El Suceso"


Durante los 37 años que transcurrieron desde aquel Viernes Santo de 1958 en que su hija apuñaló a su novio, hasta el día de su muerte, siempre se refirió a ello como “el suceso”.

Aquella noche de Viernes Santo de 1958, la de “el suceso”, era la noche en que Lana Turner por fin iba a terminar su relación con Johnny Stompanato. Harta de sus escenas de celos, sus broncas, sus palizas y sus amenazas, había decidido tomar cartas en el asunto y dar por finiquitada una relación que se había convertido en pesadilla en tan sólo unos meses.

Stompanato había llegado a su vida menos de un año antes haciéndose llamar Johnny Steele. Alto, guapo, cachas, poco a poco fue convenciendo a la actriz a base de flores, llamaditas y regalos hasta que empezaron un apasionado y secretísimo affaire.

Para cuando Lana Turner se enteró del verdadero nombre de su novio y de su profesión –guardaespaldas y machaca de Mickey Cohen, el mafioso local- ya era tarde, su atracción hacia él era demasiado fuerte.

Sin embargo, algo de sentido común debía de quedarle porque intentaba evitar a la prensa en la medida de lo posible.

Poco segura del futuro de semejante relación, decidió aprovechar su viaje a Londres para rodar Brumas de Inquietud –Another time, another place- junto a Sean Connery y poner distancia de por medio. Lana estaba convencida de que Stompanato aprovecharía su ausencia para buscarse a otra mujer a la que sablear, sin embargo, una vez en Inglaterra le entró la morriña y decidió llamarle para que la acompañara. Allí comenzaron todos sus problemas.

Stompanato, hombre violento y muy celoso, empezó sacándole una pistola a Sean Connery, convencido de que entre él y su novia había temita, y siguió dándole una paliza de muerte a la Turner hasta que a ésta no le quedó más remedio que llamar a las autoridades, denunciar que su novio había entrado con pasaporte falso –el que le identificaba como Johnny Steele- y hacer que le deportaran.

Muerta de miedo, una vez que hubo terminado la película, la Turner decidió darse un respiro y volar directamente a Acapulco para descansar, pero Stompanato se le adelantó. Cuando aterrizó en Méjico allí estaba él esperándola, con un enorme ramo de flores y una nube de periodistas para inmortalizar el momento.

En Méjico continuaron las palizas y las amenazas, que sólo empeoraron a su regreso a Los Ángeles cuando la actriz, nominada por su papel en Peyton Place, le comunicó que no pensaba llevarle de acompañante a la ceremonia de entrega de los Oscars. Llevó a su hija y a su regreso a casa se llevó de regalo otra monumental paliza de un muy resentido Stompanato, al que no le había quedado más remedio que ver la ceremonia por la tele y en compañía del servicio.

Todo esto es lo que sucedió antes de aquella noche de Viernes Santo de 1958. Noche en que Lana Turner, harta de escenas de celos, broncas, palizas y amenazas, decidiera terminar su relación con Johnny Stompanato, mafiosillo de tres al cuarto y gigoló cuasi-profesional.

Como es de suponer, Stompanato no se tomó nada bien la noticia y trató de convencer a su novia de que cambiara de opinión. Trató de convencerla, como hacía siempre, a base de gritos, puñetazos, amenazas… la cosa debió de ser bastante más violenta de lo habitual, porque Cheryl, la hija de Lana Turner, intentó entrar varias veces en la habitación de su madre para separarlos. La puerta estaba cerrada y Lana, creyéndose las amenazas de Stompanato de que después de rajarle la cara a ella iba a ir a por su madre y su hija, no la dejó entrar.

En vista del panorama, Cheryl bajó a la cocina y se pertrechó con un cuchillo de trinchar carne. Mientras tanto, en el dormitorio, Stompanato había recogido sus cosas, sin dejar de decirle lindezas a la Turner, por supuesto, y se disponía a salir de la casa. Lana Turner abrió la puerta de la habitación, Cheryl, que seguía muerta de miedo pensando que su madre estaba siendo asesinada, entró y le clavó el cuchillo directamente en el pecho. Con el barullo del momento, confundió las perchas que Stompanato llevaba en la mano con algún tipo de arma y pensó que estaba atacando a su madre.

Tras una minuciosa investigación y tras la vista forense, convertida en un auténtico circo de tres pistas con retransmisión en directo y actuación lacrimosa de Lana Turner incluida, la fiscalía decidió no presentar cargos contra Cheryl Crane y etiquetaron la muerte de Stompanato como homicidio justificado.

Cheryl Crane se fue a vivir con su abuela y Lana Turner siguió con su vida despendolada casándose cuatro veces más (en total, ocho bodas y 7 maridos).
Madre e hija tardarían años en reconciliarse.

La muerte de Johnny Stompanato sacudió los cimientos de Hollywood y conmocionó a la sociedad de la época, siempre ávida de carroña, por lo dramático de sus ingredientes: rutilante estrella del cine, hija adolescente incomprendida, novio violento y peligroso, abusos, amenazas, palizas…
La historia dio lugar a mil teorías y leyendas, la más popular de ellas: que fue Lana la que empuñó el cuchillo aquella noche y obligó a Cheryl a autoinculparse a sabiendas de que ningún tribunal condenaría a una adolescente de 14 años traumatizada y aterrorizada.
El hecho de que la policía tardara varios días en anunciar los resultados de su investigación tampoco ayudó a acallar las miles de especulaciones que se leían en la prensa y se oían por la calle.

Un caos que a punto estuvo de costarle la vida a un pringadillo Sean Connery. La pandilla de Stompanato, tan confundida con las noticias como todos los demás, convencida de que había habido juego sucio y sospechando que tal vez Stompanato tenía razón cuando pensó que entre su novia y el escocés había algo más que trato profesional, puso precio a la cabeza del actor, que no tuvo más remedio que esconderse en un hotelucho de mala muerte bajo nombre ficticio hasta que las aguas se calmaron lo suficiente para dejar de temer por su pellejo.

Y así fue como Johnny Stompanato, marine, veterano de guerra, chantajista, gigoló de tres al cuarto, y matón de la mafia, acabó entrando en la crónica de Hollywood, en la crónica negra, sí, pero crónica al fin y al cabo.

Etiquetas: ,