29 enero 2007

Su retrato en los periódicos


Es una verdad reconocida universalmente (que diría Jane Austen) que las carreras de los más exitosos actores de cine suelen ser, en muchas ocasiones, producto de las más absolutas casualidades. Muchos de los que hoy consideramos “clásicos” o “grandísimas estrellas” de la gran pantalla deben su éxito y sus carreras a golpes de suerte de lo más inesperado y muchos de ellos estuvieron, en algún momento, más cerca del fracaso y el olvido más absoluto que del estrellato internacional. Os voy a poner un ejemplo:

En 1915, D, W, Griffith, productor, director de cine y autor de magnas obras como “El nacimiento de una nación” o “Intolerancia”, contrató a un veterano y reputado actor, autor y director de teatro llamado John Emerson. Griffith siempre había considerado el cine como un arte menor, comparado con el teatro, y cuando Emerson le comentó que estaba interesado en probar suerte como director de cine, a Griffith le faltó tiempo para firmar el contrato.

Tras un primer periodo de familiarización con las técnicas cinematográficas y tras rodar dos películas, Emerson comenzó a bucear entre el material que producía el departamento de guiones en busca de el vehículo adecuado para su siguiente proyecto.

Entre las decenas de historietas y sinopsis que revisó, encontró una “Su retrato en los periódicos”, que le llamó particularmente la atención.

La historia era una sátira de la alta sociedad de Pasadera escrita con un sentido del humor muy particular y que encantó a Emerson. Griffith, sin embargo, no compartió su entusiasmo, la historia era divertida, sí, de hecho él la había comprado porque le hacía gracia, pero su comicidad residía en diálogos y descripciones y eso era imposible de transmitir en pantalla. (Al cine sonoro aún le quedaban 15 años para llegar)

-“Bueno, pondremos intertítulos para que la gente pueda leer los diálogos”

- “La gente no va al cine a leer” fue la respuesta de Griffith.

Sin embargo Emerson se empeñó y, tras mucho insistir, consiguió que Griffith diera luz verde al proyecto. Emerson quería como protagonista a un joven y apuesto actor de Broadway que estaba en ese momento bajo contrato en los estudios de Griffith y que, hasta el momento, no había causado gran impresión, no a su jefe ni al público en general.

- “Está bien, accedió Griffith, pero tendrás que terminar la película antes de que acabe su contrato, porque no vamos a renovarle.

Griffith se marchó a filmar Intolerancia y Emerson comenzó a trabajar con entusiasmo en la que sería su primera comedia. Llamó al misterioso A. Loos, autor de la sinopsis y descubrió con sorpresa que no se trataba de un veterano guionista, si no de una minúscula veinteañera de nombre Anita, con un gran talento para comedia más mordaz. Juntos escribieron un buen puñado de diálogos cómicos con los que subtitular la película y Emerson rodó la cinta con aquel joven actor que, a pesar de tener ya un pie en el tren de vuelta a Nueva York, estuvo más que encantado de incorporar a la cinta multitud de payasadas de su propia cosecha.

El resultado final, sin embargo, no impresionó ni lo más mínimo a Griffith.

- “No, esto no funciona, sentenció tras leer la larga retahíla de subtítulos que acompañaban a la película, tendremos que archivarla”.

Pero cuando el destino ha decidido que alguien se convierta en una superestrella de calibre mundial, ni el productor más influyente del mundo puede hacer nada por evitarlo. El departamento de envíos del estudio ya había mandado una copia de “Su retrato en los periódicos” a la distribuidora de Nueva York y, de nuevo cosas del destino, un error en la distribuidora hizo que el Roxy Movie Palace de Nueva York se quedara sin la película de estreno que tenía contratada, una cinta protagonizada por el entonces famosísimo Eddie Dillon.

Ante la perspectiva de no proyectar nada o arriesgarse con una película protagonizada por un completo desconocido, el gerente, Mr. Rothapel, optó por programar la cinta de Emerson, ésa misma que Griffith quería archivar.

- “No nos ha llegado la cinta de Dillon, avisó al público, mientras la esperamos, vamos a sustituirla por una comedia llamada “Su retrato en los periódicos”.

Comenzó la película, primer subtítulo: primera carcajada general, a medida que avanzaba la película arreciaban las risas. A mitad de proyección llegó por fin la lata con el film que esperaba Rothapel y se interrumpió la proyección.

- “Ha llegado la película que esperábamos ¿Queréis que quite ésta?”

Pero para entonces, tanto la historia con sus largos subtítulos, como su apuesto protagonista se habían metido al público en el bolsillo y nadie se acordaba ya de Eddie Dillon.

Al día siguiente la crítica del New York Times proclamaba: “La sátira ha llegado a la pantalla, el cine empieza a salir de la infancia”.

La película fue un éxito absoluto, Griffith reconoció su error y encargó a Anita Loos toda una serie de larguísimos subtítulos para “Intolerancia”, renovó el contrato del joven actor y designó a Emerson como único director encargado de sus películas.

Con semejante éxito a sus espaldas, el talento de su nuevo director y su nueva guionista (que se casarían poco después), su propio talento y, sobre todo, su impresionante físico, nuestro protagonista se convirtió, de la noche a la mañana, en la nueva estrella cómica y, poco después, el rey indiscutible del cine de aventuras, se casó con la novia de América, la dulce Mary Pickford, creó junto a la propia Pickford, Griffith y Charlie Chaplin la United Artists, fue miembro fundador de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas y su primer y flamante presidente. Y, al contrario que en el caso de Eddie Dillon, aquel famosísimo actor al que sustituyó un día en el Roíz Movie Palace de Nueva York, su nombre todavía se recuerda hoy como un clásico entre los clásicos: ¿Quién no ha oído hablar de Douglas Fairbanks?

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15 enero 2007

Pasarela Hollywood



El reciente estreno de “The Queen”, la película de Stephen Frears protagonizada por Helen Mirren, ha supuesto fabulosas críticas, premios y nominaciones a sus creadores y protagonistas y un inesperado pero no tan sorprendente resurgir de las chaquetas Barbour.

Al parecer cientos de clientes se han acercado a las diferentes tiendas de la marca, pidiendo “esa chaqueta que lleva Helen Mirren en The Queen”. Esa misma chaqueta la usa la verdadera reina de Inglaterra desde hace años, pero ha tenido que aparecer en pantalla en una superproducción de éxito para que saltara al top ten de las páginas de moda. Cosas de las películas.

Y es que, lo queramos o no, el cine y la moda van unidos de manera irremediable. Y ha sido así desde el principio. Primero fueron los rubios tirabuzones de Mary Pickford, la novia de América, los que impusieron su tiranía de tenacillas y rizadores, para, a continuación, ser sustituidos por la melenita oscura a lo garçon de Clara Bow, la chica It. Katharine Hepburn fue famosa, y bastante criticada, por implantar entre las mujeres el uso de pantalones de caballero y la cabellera platino de Jane Harlow multiplicó la venta de agua oxigenada durante años.

La ropa que llevan los actores y sus peinados, sin embargo, han tenido en ocasiones repercusiones sorprendentes y nada beneficiosas. En 1934, Clark Gable protagonizó una película llamada “Sucedió una noche” que ha pasado a la historia del cine por ser el primer film en ganar cincos Oscars en las cinco principales categorías: Película, Director, Mejor Actriz, Mejor Actor y Mejor Guión.
En su escena más famosa, Clark Gable se desnuda (de cintura para arriba) frente a la cámara preparándose para irse a la cama mientras no deja de decir sandeces para picar a su partenaire femenina, Claudette Colbert.
El rodaje de tan memorable momento resultó ser, cuanto menos, problemático porque, tras quitarse la camisa y llegado el momento de deshacerse de la camiseta interior, Gable era incapaz de seguir adelante con su parlamento cómico y la escena quedaba demasiado larga. El director, Frank Capra, siempre resolutivo él, optó por deshacerse de la camiseta y acortar así el strip-tease. Cuando la película llegó a las pantallas, miles de espectadores pudieron ver a Clark Gable quitándose la camisa para mostrar su pecho desnudo y como consecuencia, la venta de camisetas interiores descendió hasta el punto de que varios fabricantes de dicha prenda se plantearon la posibilidad de demandar a la Columbia, productora de la cinta, por daños y perjuicios.

La demanda no llegó a mayores y los fabricantes de camisetas interiores obtuvieron su revancha cuando años más tarde, en 1951, las ventas se dispararon de nuevo tras la interpretación de Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo. Su personaje mostraba cacha y magnetismo animal embutido en una camiseta interior zarrapastrosa que no dejaba ni un solo músculo a la imaginación de los espectadores.

Otra de esas consecuencias inesperadas de la moda marcada por el celuloide vino de la mano de la rubia Veronica Lake. Icono sexual de los años 40, Lake era famosa por llevar su larga melena rubia sobre la cara de tal manera que su ojo derecho y gran parte del rostro quedaban ocultos tras una cortina de pelo. Ni que decir tiene que el peinado fue pronto uno de los más demandados en las peluquerías del país, pero durante la Segunda Guerra Mundial se convirtió en un auténtico problema de seguridad nacional cuando miles de mujeres que trabajaban en las fábricas de armamento empezaron a tener todo tipo de accidentes laborales, trabajar con un ojo tapado no es muy recomendable cuando estás manipulando maquinaria pesada, y si además se te engancha el pelo cada dos por tres, la cosa adquiere tintes realmente peligrosos. El asunto llegó a tal extremo que la propia industria armamentística le dio un toque a los señores de Hollywood y a Verónica Lake no le quedó otra que protagonizar un noticiario de la Paramount en el que se la veía recogiéndose el pelo tras sufrir un “enganchón” del flequillo en una prensa mecánica.

Cosas del cine, como decía. Que los actores marcan moda, nadie puede negarlo, ahora bien, que marquen la moda que ellos o los productores o, principalmente, los patrocinadores pretenden… es harina de otro costal.

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26 diciembre 2006

Cambios

En un intento desesperado por conseguir que el nuevo blogger me permita migrar mis blogs de una PUÑETERA VEZ, voy a simplificar mis plantillas al máximo.

Si todo sale bien, en pocos días volveremos al look de siempre (o quizás a un look mejorado, quién sabe).

17 noviembre 2006

The unsuspecting wife


-“Todo lo que quiero por Navidades es hacer otra película con Audrey Hepburn”.

Desgraciadamente los deseos de Cary Grant nunca se cumplieron y, tras su maravillosa colaboración en Charada, la pareja no volvió a repetir en la gran pantalla.

Charada, producida en 1963, es una de esas películas inolvidables en que todo fluye sin contratiempos, la trama, los diálogos, la realización, las fantásticas localizaciones de París, las interpretaciones de los actores…

Sin embargo, al igual que ocurriera con muchas de las películas que hoy consideramos verdaderos clásicos, Charada estuvo a punto de ser un proyecto más, olvidado en el fondo de un cajón en, por lo menos, dos ocasiones.

Peter Stone, el guionista, trabajaba en París como redactor para la CBS cuando se le ocurrió la idea para el guión. Lo escribió y lo envió a siete de los grandes estudios de Hollywood. Los siete pasaron. Desanimado y decepcionado, decidió seguir los consejos de su mujer y lo novelizó.

Su agente envió entonces el relato a Stanley Donen, que además de director era productor de sus propias películas, y éste se interesó inmediatamente por el material, también lo hicieron los siete estudios que lo habían rechazado tan expeditamente cuando les llegó en formato de guión.

Peter Stone decidió venderle el guión a Stanley Donen por tres razones muy claras, en primer lugar porque no pertenecía a ninguno de aquellos siete odiosos estudios, en segundo lugar porque le gustaba el estilo de Donen y sabía que rodaría en localizaciones reales en Europa y no en un estudio de Culver City y en tercer lugar porque Stone había escrito la película específicamente con Cary Grant y Audrey Hepburn en mente y Donen ya había trabajado con ambos – con Audrey en Una cara con angel y con Grant en Bésalas por mí, Indiscreta y Página en blanco- y tenía buenas relaciones con ellos.

Stanley Donen habló con Cary Grant, que accedió a hacer la película, y con Audrey Hepburn que dio también su aprobación siempre y cuando el co-protagonista fuera Cary Grant. Con las dos estrellas en el bote, Donen llegó a una acuerdo con Columbia para coproducir la película.

Pero en Hollywood las cosas nunca son así de fáciles. Cuando ya estaba todo cerrado, Cary Grant cambió de opinión y se fue del proyecto. Sin Cary Grant como protagonista Audrey Hepburn no estaba interesada y también abandonó, la Columbia entonces propuso a Warren Beatty y Natalie Wood para sustituirlos y Stanley Donen ¡¡ACEPTÓ!!.

Pero, una vez más, cuando ya todo estaba listo para comenzar el rodaje, la Columbia decidió que, en el fondo, no les interesaba tanto el proyecto, ni siquiera con Beatty y Wood, y se retiraron.

Y entonces ocurrió lo que ya nadie pensaba que ocurriría, Cary Grant, que supuestamente se había ido a hacer una comedia con Howard Hawks, decidió que no le convencía mucho el guión, se lo pensó dos veces y llamó de nuevo a Stanley Donen para informarle de que, después de todo, sí quería hacer Charada. Audrey Hepburn regresó encantada de la vida y a la Universal le faltó tiempo para llegar a un acuerdo de coproducción con la compañía de Stanley Donen. La maquinaria estaba de nuevo en marcha.

Cary Grant sólo puso una condición para hacer la película, quería algunos cambios en el guión. En la historia original es su personaje el que seduce a la indefensa viuda y Grant, muy consciente de la diferencia de edad con Audrey Hepburn –él cumpliría los 60 durante el rodaje, ella apenas tenía 34 años- creía que no sólo era poco creíble que un “viejales” sedujera a una jovencita, sino que podía provocar reacciones negativas en el público.

Peter Stone se reunió con él durante un par de días, escucho sus reticencias y sugerencias y cambió el guión para que fuera ella la que le persigue y trata de seducirle, e incluyó diversas alusiones y bromas sobre la diferencia de edad.

Diferencia de edad o no, la química entre ambos es innegable y el rodaje fue, al parecer, una auténtica gozada y eso, a pesar de que su primer encuentro fue un auténtico desastre.

Como nunca habían coincidido, Audrey Hepburn le pidió a Stanley Donen que lo arreglara para que pudieran conocerse antes de comenzar la producción. Donen les citó en un restaurante italiano de París y allí se encontraron los tres para cenar juntos.

Al parecer Audrey Hepburn estaba nerviosísima ante la perspectiva del encuentro con Cary Grant y cuando éste apareció en el restaurante, elegante como sólo Cary Gran podía serlo, le faltó tiempo para comentárselo, casi hiperventilando por culpa de la ansiedad.

- “No te preocupes" le dijo Grant "mira, respira hondo, siéntate y mete la cabeza entre las piernas, ya verás cómo se te pasa”.

La Hepburn siguió sus instrucciones con tanta presteza que le dio un cachiporrazo a la mesa y derramó una botella entera de vino sobre el impecable traje de color claro de Cary Grant. Éste ni se inmutó, se lo tomó todo a guasa y la cena, empapada en vino, fue un auténtico éxito.

Posteriormente Peter Stone recicló la anécdota en la escena en la que Regina estampa un helado en la chaqueta de Peter Joshua (¿O es Alexander Dyle?)

Sin duda, de todas las escenas de Charada, la más famosa, la que más gente recuerda, es la escena de la ducha. Como ocurre en muchas ocasiones, las escenas favoritas del público no siempre son las escenas favoritas de los actores, de hecho, a Cary Grant no le gustaba un pimiento y hasta el mismo día del rodaje trató de convencer a Stanley Donen y Peter Stone de que la eliminaran del guión. Intento infructuoso, afortunadamente. Al final la rodó y se lo pasó tan bien haciendo el payaso bajo la ducha que incluso improvisó gran parte del diálogo.

Misterio, humor, romance, y sobretodo, magia, mucha magia son los elementos de Charada, una película de las que no se olvidan y que nos llegó de pura chiripa gracias a la testarudez de Peter Stone y el buen ojo clínico de Stanley Donen, que supo apreciar sus posibilidades y sólo puso una exigencia al guionista: que le cambiara el título.

Lo cambiaron. Nunca se sabe, tal vez habría tenido el mismo éxito con el título original y hoy, en lugar de Charada, estaríamos hablando de las maravillas de ese clásico entre los clásicos llamado “The unsuspecting wife”.

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12 noviembre 2006

Yo tenía una barca en África


Fue la primera película en color de su protagonista femenina
Supuso el primer –y tristemente único- Oscar para su protagonista masculino
Propició el primer viaje a África de su realizador.

Antes de su adaptación definitiva en 1951, la novela, escrita por C. S. Forester, se intentó llevar a la pantalla en, por lo menos, dos ocasiones: la primera en 1938 con Bette Davis y David Niven y la segunda en 1947, de nuevo con Bette Davis pero en esta ocasión acompañada por James Mason.

Para bien o para mal ninguno de los dos proyectos vio la luz y la adaptación que finalmente llevó a la pantalla John Huston se convirtió en un auténtico éxito de crítica y público y convirtió a su protagonista, hasta la llegada muchos años más tarde de James Cameron, en el barco más famoso de la historia del cine. Hablamos, por supuesto, de La reina de África.

El rodaje de “La Reina de África” fue uno de esos ejemplos de Ley de Murphy en que “todo lo que puede salir mal, sale mal”.

El 80% de la película fue rodado en localizaciones reales del Congo Belga y Uganda. El calor era espantoso, la humedad alcanzaba el 90% y el tiempo era imprevisible: en dos minutos se cerraba el cielo, se abrían las nubes y toda la furia de los dioses caía sobre el equipo de rodaje en forma de lluvia. De la misma manera que llegaba la lluvia, se iba. En dos minutos cesaba el aguacero, desaparecían las nubes y reaparecía el sol y el personal rescataba cámaras, equipo y generadores de allá donde hubieran tratado de protegerlos del agua (los actores que se las apañaran solos) y recomenzaban el rodaje.

La barca protagonista y las distintas balsas sobre las que habían montado secciones de la misma para facilitar la filmación, resultaron ser otro problema. Eran imprevisibles, difíciles de controlar y cada dos por tres se anegaban de agua, volcaban, se estancaban donde no debían, o hacían todo lo contrario, avanzando cuando debían pararse. La propia Reina de África se hundió durante una noche, a los pocos días de despedir al encargado de mantenimiento. Todo el equipo tuvo que arrimar el hombro y ayudar a reflotarla por el viejo sistema de tirar de la cuerda, el mecánico fue contratado de nuevo y rodaje y barca volvieron a su cauce, con varios días de retraso, por supuesto.

Por si esto fuera poco, habían llegado a África con el guión a medio terminar. Peter Viertel, colaborador de Huston y guionista no acreditado de la película, escribía y rescribía mientras rodaban, escuchaba pacientemente las quejas y preocupaciones de la Hepburn por un guión que no terminaba de rematar y soportaba las curiosas idas de cesta de un John Huston más interesado en usar su tiempo libre cazando elefantes que discutiendo puntos de giro.

-"Te diré una cosa sobre él" le dijo un día Bogart a Hepburn tratando de convencerla de que no se fuera con Huston de safari "no es el jodido Guillermo Tell". Y parece que tenía razón.

A mitad de rodaje y ya en Uganda, el equipo completo cayó enfermo con disentería, el agua embotellada que estaban bebiendo para evitar los “peligros” del agua local estaba en mal estado y no se salvó ni uno… bueno, miento, se salvaron dos. John Huston y Humphrey Bogart, inspirados sin duda por los dioses, habían ignorado la existencia del agua mineral y apagaban su sed exclusivamente con el mejor whiskey escocés. Motivo de escarnio para Katharine Hepburn que se pasó medio rodaje leyéndoles la cartilla y explicándoles, como buena hija de urólogo, la importancia y grandes beneficios de beber grandes cantidades de agua al día.

Incendios, inundaciones, hundimientos, intoxicaciones, plagas de insectos… conformaron el rodaje de una de las películas más memorables de la historia del cine.
Un rodaje que dio origen a lo que sería, citando a un tal Rick, “el comienzo de una hermosa amistad” entre los Bogart y la pareja Katharine Hepburn-Spencer Tracy.

Y por si todo eso fuera poco, pocos años después el guionista Peter Viertel decidió usar sus recuerdos del accidentado viaje y su peculiar colaboración con John Huston como inspiración para una novelilla titulada “Cazador blanco, corazón negro”.

- “Por la autoridad investida en mí por el Kaiser Guillermo II, yo os declaro marido y mujer. ¡Procedan con la ejecución!”

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19 octubre 2006

'S Wonderful



“No sabe actuar, no sabe cantar, calvo. Baila un poquito”.

Esa es la evaluación que, según la leyenda, mereció su primera prueba de cámara para la RKO. El autor de dicho informe no pasará a la posteridad por su ojo clínico, desde luego, porque aquel tipejo larguirucho, calvo, incapaz de actuar, de cantar y con sólo unas “exiguas dotes” como bailarín terminó convirtiéndose en “the greatest dancer in the world” según palabras del muy reputado George Balanchine, que algo sabía del tema.

Fred Astaire empezó como un chaval acompañando a su hermana Adele en el teatro de vaudeville y, más tarde, en Broadway donde se convirtieron en la gran sensación como pareja de baile. Del escenario al celuloide solo había un paso, de baile obviamente, y en apenas dos años desde su debut todo el mundo se maravillaba de la elegancia con la que manejaba sus zapatos de claqué.

Todos le recordamos en sus películas con Ginger Rogers, sin embargo, Fred Astaire actuó en 30 musicales y sólo 10 de ellos con ella. De todas sus parejas de baile, parece que con la que más a gusto trabajó fue con Rita Hayworth.

Sombrero de copa, chaqué, zapatos relucientes… es difícil imaginar a Fred Astaire de otra manera y durante años su forma de vestir fuera de las pantallas marcó estilo siendo responsable de toda una serie de creaciones de moda que trataban de recrear el “toque Astaire”.

Fred Astaire era tímido, muy tímido, se ponía nerviosísimo en público y lo pasaba fatal cuando tenía que bailar delante de extraños en cualquier acontecimiento social. Su hija Ava asegura que el peor recuerdo de su vida es su noche de debutante. En estas ceremonias de presentación de jovencitas de alta sociedad es habitual iniciar la velada con los padres sacando a bailar a sus hijas. Aquella noche, obviamente, todas las miradas estaban fijas en Ava y Fred Astaire que, al parecer, se puso tan nervioso que no dejó de tropezar y pisar a su hija hasta que terminó el vals.

En privado, sin embargo, no tenía tantos problemas para bailar y cualquier elemento servía para sus improvisadas coreografías, como bien atestigua David Niven, que se lo encontró una tarde en su casa con la música a todo meter, bailando entre sus muebles con su mujer (la de Niven) y usando sus palos de golf como si fueran espadas de una improvisada lucha.

Después del baile, la gran pasión de Fred Astaire eran los caballos, pasión que compartía con su mujer Phyllis y que le llevó a crear de la nada una cuadra de caballos de competición que lo ganó prácticamente todo.

Tal era su pasión por sus caballos que, este hombre conocido por su modestia, y su afán por una vida tranquila y lejos del barullo de fiestas y publicidad gratuita de Hollywood cometió su única locura (reconocida) una noche en que, poseído por no se sabe qué fiebre extraña, se levantó en mitad de la madrugada y pintó todos los buzones de Beverly Hills con los colores de su cuadra. “No sé qué demonios me pasó” aseguraría después, divertido.

De su sistema de trabajo se sabe todo, que ensayaba inmisericorde durante meses antes de filmar las escenas de baile, que hacía un par de pruebas para que los técnicos (iluminación y sonido) y el cámara pudieran preparar la escena y que, por lo general, lo clavaba a la primera aunque el perfeccionista que llevaba dentro siempre pedía tomas y más tomas.
Los días que rodaba grandes números de baile sus compañeros del estudio se daban tortas para poder asistir y ser testigos en directo de la magia de Fred Astaire.

Él fue el que estableció que la cámara se quedara lo más quieta posible mientras filmaba los números de baile “o baila la cámara o bailo yo” y se empeñaba en que, en la medida de lo posible, se les viera de cuerpo entero mientras ejecutaban la coreografía, nada de planos cortos, nada de detalles de los zapatos taconeando o de los rostros sonriendo, que se viera el número, en definitiva, en toda su gloria.

A este señor que “bailaba un poquito”, el baile le acompañó hasta los últimos días de su vida porque, aunque su último músical lo rodara en 1968, nunca dejó de practicar.

Cuando los años empezaron a cansarle el cuerpo le dio por bailar e inventar coreografías con el monopatín de su nieto hasta que sus hijos se lo confiscaron cuando se rompió la muñeca en una caída. El incidente saltó a los periódicos y la National Skateboard Society aprovechó para nombrarle miembro vitalicio. Tenía entonces 78 años.

Pero ni entonces perdió Astaire el buen humor: “Gene Kelly me advirtió que no hiciera el tonto, pero he visto las cosas que hacen los chavales en televisión, todos esos trucos. ¡Las coreografías que podría haber hecho para mis películas si (los monopatines) hubieran existido hace unos cuantos años!”.

One can only imagine, Mr. Astaire.

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12 octubre 2006

PAMPLINAS (y olé)



Pamplina: (Del lat. Papaverina, y este de papaver, amapola)

3. f. coloq. Dicho o cosa de poca entidad, fundamento o utilidad. U. m. en pl. ¡Con buenas pamplinas me vienes!

4. f. coloq. Manifestación poco sincera que pretende halagar a alguien o congraciarse con él. U. m. en pl. No intentes engañarme con tus pamplinas.

Pamplinas es el nombre que se le dio en España a un personajillo del cine de los años 20, muy popular en aquella época, famoso por sus espectaculares caídas, trompazos y gags físicos y por no sonreír jamás.

Su nombre era Buster Keaton y forma, junto a Charles Chaplin y Harold Lloyd la gran tríada de cómicos de la era muda. Tres genios curtidos en el teatro del vodevil y con un instinto único para arrancar la risa de las situaciones más cotidianas.

Buster Keaton empezó en eso de la comedia a la edad de un añito como parte del show de sus padres, cómicos ellos. Y no es que sus progenitores estuvieran deseando enseñar los trucos de la profesión a su primogénito, ni mucho menos, pero al parecer Keaton estaba tan ansioso por imitar a sus padres que en el momento en que empezó a moverse por sí mismo (gatear) todo su afán fue salir al escenario.

Al final sus padres consideraron que era más seguro tenerlo por allí danzando, donde podían verlo y tenerlo controlado, que dejarlo en el camerino o entre bambalinas.
Y así empezó su carrera como “la bayeta humana”. Su padre lo usaba en uno de los números como si fuera una escoba para limpiar el suelo del escenario, lo lanzaba, lo meneaba, lo sacudía… y Buster encantado, para él era sólo un juego, controlaba su cuerpo, había aprendido a caer y sabía qué músculos relajar y cuáles contraer para no hacerse daño. Su número tenía tal fama de violento y salvaje, que ciudad grande en la que aterrizaban, ciudad en la que la asociación de defensa del menor de turno intentaba prohibirlo alegando maltrato físico, pero jamás le encontraron un solo cardenal con el que apoyar sus argumentos.

Al cine llegó de la mano del que por entonces era el rey de los cortos cómicos: “Fatty” Arbuckle, con él se convirtió en el mayor especialista en lanzamientos de tartas y de él aprendió todo lo que tenía que aprender sobre el medio que le daría fama mundial.

Hace un par de posts os contaba cómo Jerry Lewis y Dean Martin colapsaron el tráfico del centro de Nueva York con aquella actuación en una escalera de incendios del Paramount Theatre. Por muy impresionante que sea la hazaña, que lo fue, Jerry y Dean no fueron los primeros en lograr. 21 años antes lo hizo Buster Keaton y sin proponérselo en absoluto.

Se encontraba en Nueva York para empezar el rodaje de su primera película para la MGM, "El Cameraman". Thalberg, productor del estudio, se había empeñado en que rodaran los exteriores de la historia en localizaciones reales en lugar de decorados. A Keaton no le ilusionaba mucho la idea porque siempre había trabajado en estudio donde podía controlar por completo el entorno pero no le quedó más remedio que ceder y para allá que se fueron.

Como lo único que necesitaban era unas cuantas tomas de su personaje caminando por distintas calles de la ciudad, decidieron rodar de incógnito, con las cámaras escondidas en el interior de una limusina grabando a través de las ventanillas posteriores.

Y allí estaba Buster Keaton, en la confluencia de la Quinta Avenida con la Calle 23, convertido en un pobre fotógrafo que trata de cruzar la calle con su trípode y su cámara de placas al hombro cuando, de repente, oye un estentóreo “¡Eh, Keaton!” y comprueba horrorizado que el del grito es nada menos que el conductor de un tranvía que para saludarle ha detenido el vehículo en plena intersección y que, de paso, ha alertado de su identidad a todos sus pasajeros y a un buen número de transeúntes que rodean al actor en cuestión de segundos.
Para cuando el resto de su equipo quiso reaccionar y sacarlo de allí, Keaton había desaparecido en medio de una auténtica multitud y el barullo era tal que ni autobuses ni vehículos privados podían avanzar. Los tranvías, tanto de la línea este-oeste como de la línea norte-sur en Broadway empezaron a detenerse incapaces de continuar con sus rutas hasta formar sendas hileras en unas tres manzanas a la redonda.

Un gran baño de multitudes que, sin duda, le preparó para lo que le esperaba un par de años más tarde.
Nada más hacer su primera película sonora, Búster Keaton se tomó unas largas vacaciones que aprovechó para recorrer Europa. El último de sus destinos fue España. Aquí se reunió con el actor Gilbert Roland, mejicano de origen e hijo de torero. Lo primero que hicieron nada más llegar a San Sebastián fue, por supuesto, acudir a una corrida de toros. Al poco de sentarse, un murmullo empezó a recorrer la plaza entera, murmullo que se fue convirtiendo en un auténtico rugido con el que todos los espectadores coreaban un solo nombre ¡¡PAMPLINAS!! Decir que Keaton flipó es quedarse corto. Pero lo mejor todavía estaba por llegar. Días más tarde, en Toledo, Keaton y Roland acudieron a otra corrida, para entonces el actor ya estaba acostumbrado a tener que levantarse y saludar a una afición que coreaba su nombre nada más verle y ya había recibido más de un brindis por parte de los toreros, lo que no se esperaba era lo que ocurrió al final de la tarde.
La corrida resultó malísima, los toros eran seis mulas y los toreros estuvieron espantosos, para cuando el arrastre se llevó al sexto toro los aficionados rugían de indignación y en ese momento se abalanzaron todos a una sobre Buster Keaton. El shock debíó de ser de libro, en un país que no conoces, con un idioma que no hablas y de repente miles de ciudadanos furibundos se lanzan encima de ti gritando consignas que no puedes descifrar.

Los miles de ciudadanos furibundos solamente querían ventilar su frustración con los “pincha-uvas” que habían actuado aquella tarde y, ya que no ninguno de ellos merecía salir por la puerta grande, los toledanos decidieron que saliera Pamplinas. Y a hombros lo sacaron de la plaza de toros de Toledo y a hombros lo llevaron hasta depositarlo, sano, salvo y bastante aliviado, en la puerta de su hotel.

¿Pamplinas? ¡¡Torero!!

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